Eso es Londres, aquí en Londres

La vida está allá afuera, en las calles, en las paradas de autobús, en los parques y en las aceras. Dicen las noticias que Londres está cerrado, pero aún así la gente no se queda en casa, la gente sigue saliendo a recorrer las calles, no importa la hora, porque la vida está allá afuera. 

Para quien quiera observar, Londres sigue tan viva como siempre. Tanto, que a las mujeres las siguen matando. En esta ciudad siempre están pasando cosas, se siente en el aire. Todo está en movimiento, hay una energía pesada que cansa pero que impulsa. Tal vez son los grupos de gente en las esquinas hablando en voz alta. Tal vez son las ambulancias y sus sirenas escandalosas, tal vez son los niños que salen del colegio en sus patinetes electricos, tal vez es el hombre que siempre camina con el altavoz a todo volumen escuchando reggae mientras bebe una cerveza, tal vez es el cielo que cambia de color tan rápido que es imposible predecir el tiempo desde la ventana. 

Londres tiene una especie de magia. Una especie, una clase, una suerte de magia misteriosa e indescriptible. Londres esconde dolor, lágrimas, pesadumbre y al mismo tiempo abre las puertas al éxito y a la felicidad como no se puede sentir en ningún otro lugar. Londres es grande, infinita, la solemnidad de sus calles impresiona, pero la esencia de Londres son las personas. Aquí todos son únicos, ninguna cara se repite, a Londres la construyen humanos perdidos que transitan sus calles día a día, brindando un espectáculo digno de una obra de arte.

Nunca antes estar en casa fue más seguro. Confinarse entre las cuatro paredes de una habitación a la luz de una lámpara barata, ofrece el refugio perfecto porque allí fuera Londres es peligrosa. Renunciar al refugio del hogar es no tener destino, es ser anónimo y perderse en la sociabilidad de las calles, es ser libre y ser libre es peligroso. Salir de casa es despojarse de quien en realidad somos, despedirnos de nuestras experiencias para enfrentar la ciudad en busca de lo vano y superficial, de la vida fantástica que se promete en las pantallas. 

Londres es ficción en todo su esplendor. Hay una escena en cada rincón, en la amplia ventana de alguna casa donde se puede observar a una mujer leyendo en su sofá rosa desgastado. El hombre de chaqueta de cuero que cruza la calle apresurado con su paraguas en la mano. La joven pareja que se sienta en la parte delantera del autobús, los vecinos que discuten a gritos.  Escenas llenas de sentimientos que al final sólo nos generan preguntas sin respuestas.

El paisaje es absurdo pero bello, poético en cierta forma, como viajar de west a south y ver como las fachadas van cambiando gradualmente, del sofisticado blanco al rústico ladrillo. De lo fino a lo ordinario, de lo blanco a lo negro, de la casa con jardin a la council house, de las calles pasivas al barullo de la high street, de lo que se mantiene a lo que se descuida, de la muerte a la vida. Cuál de los dos lados de la ciudad es mejor es un debate infinito, cada cual con su ojo subjetivo declara la belleza de una manera única, pero se declara, porque bajo cualquier circunstancia, es innegable que el ojo humano siempre está buscando la belleza y con ello la manera de adornar y engrandecer aquello que ve, para hacerlo suyo y apropiarse de esa imagen como cuando se toma una fotografía que resulta ser eterna.

Eso es Londres, una fotografía del presente y nosotros somos parte de ella, un elemento del todo. Caminar por Londres es presenciar la vida, el ahora, es despojarnos de nuestra propia identidad y renacer en otras pieles. Aunque suene como una locura, no es mi locura, es la locura de la ciudad.

¿Cuánto dura la pandemia?

¿Cuánto durará la pandemia? Es la pregunta que ronda mi mente estos días ¿Cuánto tiempo más? Pero, ¿cuánto dura realmente algo? ¿Es la pandemia el fin del mundo? o ¿El fin del mundo es el fin del tiempo? Las preguntas sobre el tiempo son siempre una paradoja, el tiempo es largo, el tiempo es corto, el truco es saber jugar con él.

Estar en casa día y noche, noche y día, me ha hecho perder la noción del tiempo. No he podido diferenciar entre domingo y lunes, no sé realmente qué día es hoy porque no hay nada que lo diferencie de ayer o de mañana. El tiempo pierde significado cuando está vacío. Mi noción del espacio ha sido perturbada, el espacio que habito se ha reducido hasta el punto de ni siquiera saber dónde estoy realmente, ¿es esta mi casa? ¿es esta la realidad?

La noción lineal del tiempo que daba forma a la realidad es ahora borrosa. El pasado y el presente se entrelazan de tal manera que parece que el presente es infinito. Todos los días es el mismo día, mañana es el presente. El futuro es más incierto que nunca, tan impredecible que ni siquiera existe.

Quien me rescata de esta incertidumbre es la memoria, la única que me permite viajar en el tiempo y me lleva a distintos lugares sin ni siquiera avisar. Así, como golpéandome en el estómago, es ella andariega quien me lleva a una tarde de febrero en Madrid. Puedo sentir perfectamente el frío en mi cara, salgo de la universidad y el día está gris, la calle que me lleva al metro está cubierta de hojas marrones y amarillas, voy camino a casa. Estoy allí, no estoy aquí.  Estoy allí, no estoy aquí.  Estoy allí, no estoy aquí.